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Crónicas de Midgard, Volumen 1, Libro 3, Capítulo 4 - ¡Rashem y Ayamis! ¿Existen o no?

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Crónicas de Midgard, Volumen 1, Libro 1 - Capítulo 1: Kait, el ladrón de Midgard

Sinopsis

El Ragnarok, el fin del mundo ha llegado. Pero no era el final en sí. 1000 años después, Kait de Syrup, un ladrón amnésico criado por un mercenario, descubre que hay más tela que descoser en el tapiz de la vida. En su viaje por Midgard se cruzará con minotauros, dragones, elfos y muchas cosas más. Además, Midgard, la tierra media, está en problemas. Una amenaza se cierne sobre ella y sobre todo el Yggdrasil. El gran dragón Jimba, la Cofradía del puño de Odín y la Orden de la rosa negra saliendo del Yggdrasil se enfrentan... Y el árbol de la vida lo sentirá en sus raíces una vez más. Cuando todos crean que el mundo está perdido, la historia cobrará sentido para todos.

En su primer novela, más exactamente el primer volumen, Leandro Fabián Gómez y Raziel Saehara los invitan a recorrer un mundo donde nada, pero nada, es lo que parece. El bueno puede ser malo, y al revés, sin límites de moralidad. Inspirado en obras como “El señor de los anillos” de J. R. R. Tolkien, “Narnia” de C. S Lewis, o “La espada de Joram” de M. Weiss y T. Hickman.



I

—¡No me atraparán vivo! —gritó el joven mientras corría con la joya en las manos y lanzaba un lí-quido al suelo.

El hombre que lo perseguía era gordo y su cara estaba rematada con un mostacho tan grande como su estómago.

Luego de correr por un pasillo muy angosto y aprovechando su cuerpo esbelto y ágil, saltó a uno de los árboles que él conocía bien ya que esta era su casa.

Kait era un ladrón con muchísima experiencia en robo de joyas y otras similitudes. A veces robaba por gusto, otras por pedido. Kait tenía tan solo dieciséis años, una edad joven para ser ladrón, dirían algu-nos. Pero no es tan así.

Kait robaba, pero tenía una razón: nadie lo quería. Él no sabía por qué. Había sido así durante toda su vida, o lo poco que tenía de vida. Sus dieciséis años habían sido duros.

No conocía a sus padres.

Un mercenario de nombre Ishtar lo había criado desde que tenía memoria, que no es decir mucho.

Hacía un año, según Ishtar, Kait se había caído del árbol Ombú-Manzanero y perdió la memoria.

Ishtar siempre le recordaba que aquella cicatriz en la cabeza era por la caída.

Kait tomó una manzana de su árbol-casa y la masticó saboreando su dulce sabor.

Entró a su casa dejando la puerta abierta (ya que hacía frío, amaba el frío) y puso el botín robado junto a los otros.

Realmente no le daba valor a lo que robaba, solo lo hacía por capricho.

En un edicto oficial, el rey había anunciado que se exponía para que todos pudieran ver la joya favori-ta de Freya.

Aquella joya, según los textos antiguos, era fuente de poder para los dioses. ¡Ja! ¿De qué les sirvió? ¡Murieron todos! Incluyendo el principal causante del Ragnarok: Loki.

Según las leyendas, Loki y sus hijos atacaron el Valhala, la morada de los dioses, con el fin de destruir a Odín, su enemigo desde que fuera atado a una piedra.

Al parecer su hijo favorito era Thor, el dios de los truenos y las tormentas, que, dicho sea de paso, también murió.

En aquel momento, y a decir verdad, dudó de la veracidad de esta historia. ¿Cómo puede morir un Dios? ¿Acaso no son inmortales? ¿No beben del agua de Mimir?

Salió al umbral de la puerta y observó el cielo. Otro día aburrido. Había logrado el robo que menos le preocupaba. Tenía otro robo dentro de unos días. ¿Podría descansar? Decidió que sí, así que se tiró en su cama de algarrobo. En pocos segundos comenzó a soñar, y no fue bueno. Los sueños de Kait siempre terminaban cumpliéndose.


II

Habían pasado unos minutos, o tal vez días, cuando Kait despertó. Le dolía la cabeza. ¿Había soña-do? Bah, que importaba, quien iba a saber de sus sueños. Una lágrima rodó por su mejilla.

—¿Una lágrima? —se dijo a sí mismo—. ¿Puede ser tan malo?

Eso era en verdad muy malo. ¡Tenía que recordar el sueño! Hizo todo lo posible pero no pudo lograr-lo. Decidió que lo mejor que podía hacer era dar una vuelta a la ciudad para ver que estuviera todo bien.


III

Un hombre alto y fornido de ropaje oscuro caminaba por el valle anterior a las compuertas de la ciu-dad a la cual había elegido: Syrup. Todo estaba en sus planes. Su tiempo de venganza había llegado. Pero antes pasaría a ver a alguien.

En el centro de la ciudad crece un árbol, un Ombú manzanero, y sobre su rama central había una casa. Su hijo, Kait, vivía allí. Era un ladrón. El ladrón más buscado de Syrup. ¿Cómo nadie se había dado cuenta que en aquel árbol vivía él? Era un misterio…

Caminó costeando la entrada principal. Sería mejor no llamar mucho la atención.


IV

Kait miraba por una de sus ventanas mientras jugaba con la joya que había robado antes. Parecía que en el castillo estaban celebrando algo. ¿Qué sería?

Escuchó un ruido detrás de él. Como si alguien estuviera trepando su árbol. Y así era. Al mirar hacia abajo vio subir a un extraño que parecía conocer las trampas del árbol.

¿Huir o quedarse a dar batalla? Kait sacó su cuchillo, su arma preferida: «Estela de dragón», y se escondió en las sombras.

El extraño se paró en el quicio de la puerta, allí donde la luna no alumbraba ni permitía a Kait ver su rostro.

Era alto y su cuerpo estaba contorneado de una forma musculosa, como si los trabajara a menudo. Kait sostuvo en alto la cuchilla y se preparó para el ataque.

El extraño se acercó hacia la joya que estaba tirada en el suelo, se agachó y la levantó.

—¿Otra vez robando, Kait? —dijo el hombre sin mirar a nadie en particular—. ¿Qué vas a hacer con tantas joyas? —Y arrojó la que tenía en la mano con el resto de joyas que estaban en el cuarto.

Kait, que hasta el momento había tenido su cuchillo listo, lo bajó.

—¿Ishtar, eres tú?

—Sí, veo que aún escondes todas esas trampas en el árbol.

El rostro de aquel sujeto era como el de alguien que pasa muchos sufrimientos. Demacrado, casi al término de la locura.

Sus ojos negros como escarabajos pequeños y brillantes no mostraban ninguna emoción. Ni alegría, ni tristeza, solo sufrimiento.

Kait salió de las sombras e Ishtar lo vio.

Kait era rubio, flaco y con una cicatriz en la frente. Tenía una forma alargada y cruzaba su frente de punta a punta. Para contrarrestar esto, llevaba un pañuelo azul liso sobre su cabeza. La gente prefería fijarse en el pañuelo antes que en la cicatriz. Sus ojos azules hacían juego con aquel pañuelo.

Ishtar tomó asiento, dejando una enorme ballesta sobre la mesa.

—¿No me vas a ofrecer una taza de esa infusión que preparabas hace algún tiempo?

—¿Té? No me quedan ya hojas, ¿puedo ofrecerte otra cosa?

Kait guardó a Estela de Dragón en su cinto.

—En realidad vine por un trabajo, así que no estaré mucho tiempo en la ciudad. —le dijo mientras le servía una taza de otra infusión llamada "mate cocido"—. He venido temprano para llegar a mi traba-jo a tiempo.

Ishtar no hablaba nunca de sus trabajos así que Kait no preguntó siquiera. Pero sí le carcomía la duda. Ishtar, la última vez que había estado allí llevaba una espada larga y curva.

Ahora lo que llevaba era... ¿Una ballesta? Se preguntaba a quién tendría que matar.

—Aquí tienes —le dijo Kait—, se llama mate cocido, es una nueva infusión que he inventado. Bébelo despacio, está hirviendo

Ishtar lo acercó a su nariz.

—Huele bien. —Bebió el contenido dándose tiempo para degustarlo—. ¡Impresionante! Tienes muy buen gusto para las hierbas.

Kait no sabía si aquello era una sonrisa o «algo parecido», nunca había hecho ese tipo de mueca en su rostro. ¡Jamás!

En silencio, Kait esperó que Ishtar terminara su infusión.

—Vine a pedirte un favor, Kait —dijo al final el mercenario.

—¿Un favor?

—Tengo un trabajo en esta ciudad y necesito un veneno potente. Yo sé que tienes una gran colección de venenos. Necesito el más potente que tengas.

¿Una misión? ¿En Syrup? ¿Qué sería?

Kait lo pensó unos minutos. Quizá aquel veneno que había inventado: "cianuro". Quizás funcionara en humanos. Era potente en verdad. Bueno, podría darle un poco.

—¿Cuánto necesitas? O, mejor dicho, ¿a cuántos hombres vas a matar?

—Solo a dos, el conde y la condesa de Jiran.

Kait casi se tropieza y cae al suelo al escuchar esos nombres.

—¿Al conde Máximum y a la condesa Alicia de Jiran? Es una broma, ¿verdad?  —gritó Kait—. ¡Sa-bes lo que ellos son!

—Sí, lo sé, y justamente por eso es que tengo que eliminarlos.

Se decía en los barrios bajos que el conde Máximum y la condesa Alicia de la ciudad de Jiran eran dos de los peores asesinos de Midgard. Se decía en las calles de Syrup que habían matado a un prín-cipe por encargo para ascender al poder.

Kait miró la ballesta y luego a Ishtar, que no dejaba de beber su Mate cocido.

—¿Puedes ayudarme, Kait, con ese veneno? —preguntó Ishtar.

Kait se lo pensó. Nunca había tomado trabajo de sicario antes. Por eso realizó una petición.

—Quiero ir contigo.

Ishtar se lo pensó. Había tenido malas experiencias con sus ayudantes, pero este era Kait, era distinto, él lo había criado.

—Tengo que meditarlo. Daré una vuelta por el poblado, estaré en la taberna Puñal, ¿vienes?

—Parece que lloverá.

—Bien, entonces iré solo. Debo encontrarme con alguien.

Ishtar asomó la cabeza y le dirigió una sonrisa cómplice a Kait.

Ishtar se echó la capucha por sobre la cabeza y se envolvió en su capa de viaje negra para luego saltar del árbol sin activar ninguna de las miles de trampas que tenía el Ombú-Manzanero.

Kait esperó echado en su cama mientras pensaba. ¿Por qué los querría matar? ¿Por qué se lo contaba a él? Kait siempre deseó tener la suerte de Ishtar. Era bueno en combate cuerpo a cuerpo y con cual-quier arma que se le diera.

En un descuido, Kait se quedó dormido, y soñó nuevamente. ¿Pero cuál era ese sueño? Esta vez lo recordó al despertar. Estaba corriendo por un pasillo. Había unos calabozos oscuros y muy sucios. Ishtar, herido, iba con él. Faltaba poco para encontrar la salida.

—¡No te rindas, Ishtar! ¡No te rindas, por favor!

—Debo decirte algo... ¡Cogh! —escupió sangre—. Sé dónde está tu padre...

—No me interesa, no digas más, solo aguanta. Escaparemos de estas celdas te lo prometo.

—Escúchame, Kait, tu padre...

Un rayo sonó en la distancia y Kait despertó. Su amigo aún no había regresado del paseo. La ballesta permanecía negra e impertérrita sobre la mesa. ¿Qué significado tenía ese sueño?

Kait se asomó a su árbol casa y miró al suelo. ¿Quizás su amigo se hubiese metido en problemas? No, ya se hubiese enterado. Esperó y notó que no venía. Además, la lluvia que se había largado y el frío helado que comenzó de repente como un viento asesino hacía imposible que viera algo más allá de sus narices.

Agarró su capa de viaje. Tenía un mal presentimiento de aquello. Abrió su mueble, donde guardaba los venenos. No podía llevarse la ballesta, no le pertenecía. Tomó el Cianuro, aquel extraordinario veneno, y lo untó en la saeta que estaba sobre la mesa y en el resto del Carcaj. Si Ishtar volvía y no le veía, ya tenía el veneno. Que fuera lo que Nitsurg quisiera.

V

Ishtar, empapado por la lluvia que caía copiosamente sobre Syrup, encendió un cigarrillo en la puerta de la taberna conocida como «puñal».

Allí en aquella taberna, solían juntarse las escorias más bajas de Midgard.

Gente que buscaba trabajos que otros no quisieran, por ejemplo.

Él esperaba a alguien allí.

Dio una pitada larga a su cigarro de uva y lo tiró al suelo. Escuchó un ruido metálico en la distancia. ¿Qué podría ser? Se escondió al costado del bar, donde las sombras lo protegían y esperó.

El ruido metálico se acercaba más y más, pero él estaba tranquilo. No podrían atraparlo, aunque qui-sieran.

De pronto lo vio y quedó sorprendido. Una redada. Los minotauros rodeaban el lugar. ¿Qué signifi-caba todo aquello?

Vestían un uniforme azul con cascos, cuernos y esas cosas decorativas. El más pequeño de todos ellos iba a la cabeza y llevaba un estandarte que no se llegaba a leer.

Cuando llegaron junto a él pudo leerlo al fin: «Muerte a los asesinos».

¿Qué pretendían? Ishtar permaneció en la oscuridad mientras el ejército se materializaba.

Buscó su ballesta, solo por si acaso la llegaba a necesitar, y recordó que la había dejado en el ombú-manzanero de Kait.

Maldijo por lo bajo.

Se escondió un poco más en la zona donde la luz no llegaba, donde nada lo alumbraba, y esperó en silencio. No movió un músculo mientras escuchaba a los soldados del rey arrestar a los buhoneros y otras carroñas de la sociedad. Escuchó gritos. Gritos de mujeres. Un recuerdo vino a su mente.

¡Aquel miserable de Máximum se aprovechaba de las mujeres indefensas que se ganaban la vida ven-diendo lo que encontraban, o dejaban, los muertos por culpa de las guerras!

Había quedado un solo soldado en la retaguardia con el estandarte. Ishtar salió de su escondite y se cargó con una furia asesina al portador del estandarte.

Después de matarlo lo llevó a la oscuridad donde nadie lo vería y se vistió con él uniforme del solda-do.

Por suerte para él era de su misma complexión física.

Escondió el cadáver entre los desechos y fue a apostarse en la puerta.

-¡Dominique! –Gritó uno de los soldados desde adentro- ¡Agárrala!

Ishtar miraba asombrado. Una chica de apenas dieciséis años saltaba de mesa en mesa acuchillando a los soldados. Era habilidosa para ser una niña. Saltaba de acá para allá mientras los minotauros trata-ban de atraparla.

Ishtar, como portador del estandarte ahora, no podía meterse o de seguro lo matarían. Por lo menos ya sabía por qué no se habían dado cuenta de que faltaba el portador del estandarte. Se dijo a sí mismo que tenía que hacer algo. Sacó una de sus pequeñas navajas, filosas como la famosa espada Tormenta de acero que portaran los Einherjer durante el Ragnarok, y la lanzó sin moverse de su lugar, y con una puntería admirable, a algunos de los Minotauros de Máximum mientras la joven avanzaba hacia la salida.

A Ishtar le carcomía la duda. ¿Quién sería aquella chica tan habilidosa?

Los soldados vivos la rodearon e hizo algo que nadie esperaba: ella usó polvos de alquimista.

Para entender esto es necesario comprender qué es la Alquimia.

Es la ciencia que permite usar un elemento, o varios, para convertir un material en otro, por ejemplo: plomo en oro, cobre en acero o, lo más extraño, partes de animales en armaduras indestructibles, justo como las que llevaban los minotauros. Por eso, un alquimista famoso creó los polvos que le permiten a uno desaparecerse y aparecer en otro lugar. Y eso fue lo que hizo esa chica.

Esa noche mataron a unos cuantos buhoneros y prostitutas que estaban tratando de ganarse la vida, no digamos decentemente porque mentiríamos, pero si se podría decir que se ganaban la vida de la forma más libre que ellos consideraban.

—¡Dominique! —gritó un Minotauro. ¿Con escamas azules? ¿Serían armaduras alquímicas? Miraba a Ishtar, así que ese debía ser el nombre del portador que descansaba en el basurero.

El soldado que lo había llamado tenía cara de ogro y sus ojos negros brillaban como dos manzanas podridas y percudidas por el tiempo.

—¡Recoge sus almas Dominique! —dijo quien parecía ser su jefe, el cual, después de decir aquello, salió de la estancia dejándolo con todos los muertos. ¿Recoger sus almas? ¿Qué pretendían hacer con ellas?

Ishtar sacó una bolsa de su bolsillo y la abrió. Los muertos, que eran los únicos que habían quedado allí, comenzaron a brillar y a desaparecer. ¿Polvos de Alquimista? No, aquello era algo mayor a lo que podía imaginarse Ishtar.

Los cadáveres se convertían en pequeñas luces azules, como si fueran velas encendidas a punto de derretirse, y entraban en la bolsa.

—¡Dominique! —Ishtar se dio vuelta, sabiendo que ese ahora era su nombre. El casco azul alquímico le cubría el cuerpo y especialmente la cara. Su pelo largo negro era lo único que lo podía delatar ya que asomaba entre la unión del casco y la pechera.

Ishtar se dirigió al más grandote y de aspecto fiero.

—Aquí están las almas.

—¡Bien! —rugió—. Guárdalas para el conde de Jiran.

Así que eran para el conde de Jiran. Su suerte empezaba a cambiar y, si el grandote no veía la diferen-cia entre Dominique e Ishtar, su trabajo iba a ser más fructífero.

—Volvamos al castillo Dominique. ¡Soldados! —Todos se enderezaron—. ¡Al castillo!

Ishtar iba en la dirección del castillo llevando el estandarte. Su contacto probablemente se hubiese marchado al ver el revuelo.

A decir verdad, no conocía a su contacto, solo que le decían Reina roja. ¿Estaría entre las almas que llevaba en su cintura? Solo esperaba que ella estuviera viva. ¿Y si...? No, era imposible. ¿La alquimis-ta? ¿Podría ser?

—¿Qué esperas, Dominique?

La voz del grandulón lo sacó de sus pensamientos.

—Debes hacer el ritual de almas para el señor de Jiran. ¿Lo has olvidado?

—¿Cómo olvidarlo? —le dijo Ishtar y se preparó para el combate. No tenía forma alguna de saber el ritual.

Todavía tenía una oportunidad de arruinarle la fiesta al conde Máximum. Calculó cuantos soldados había allí y preparó su magia.

Ishtar, además de Mercenario-Sicario, había aprendido magia de uno de los mejores magos de la his-toria de Midgard: Josué.

Contó rápidamente la cantidad de enemigos. Veintidós hombres. Imaginó la escena en su mente. Ha-cia aparecer una lluvia de cuchillas y todos ellos morían.

—¿Qué pasa, Dominique?

La lluvia había cesado y una extraña niebla se había levantado de pronto. Era roja y olía a sangre. Ishtar miró hacia abajo y vio para su asombro que el gigantón le había clavado una de sus cuchillas en el costado Izquierdo.

—No eres Dominique, él sabría que no existe tal ritual.

El grandulón le arrebató la bolsa e Ishtar cayó desplomado y herido en el frío piso de la ciudadela.

VI

Kait, vestido con su capa de viaje, se dirigió a la taberna Puñal, seguramente alguien hubiese visto a su amigo. Subió por el camino ascendente hacia la carretera escondiéndose en la oscuridad de las ca-sas. Pasó cerca de donde había sido su último robo y no vio a nadie.

Olisqueó el aire. Una niebla, roja y con olor a sangre, provenía de los suburbios donde estaba Puñal.

Al llegar al sitio, poco pudo prever lo que había sucedido. La neblina roja y el olor a muerte no deja-ban de seguirlo. Era como si las personas a las que él le había dado muerte estuvieran allí, acechándo-lo, pidiendo venganza.

La niebla ahora cubría toda su visión. No dejaba ver a más de tres pasos. De repente y sin previo avi-so una criatura de lo más extraña apareció. Llevaba cuernos y una armadura alquímica.

La criatura se valía de la neblina para esconderse. Se retraía hacía ella y esperaba en silencio a que su enemigo le diera la espalda. ¿Qué pretendía? ¿Por qué lo atacaba? Y así lo inquirió mirando fijo a la niebla.

—Tu maldad es pura, tu vida no es digna. ¡Soy el Cazador de escorias de Lord Máximum! Ahora ven, encuéntrame y dame caza. ¿O prefieres que vaya yo?

Una risa psicótica se escuchó entre la niebla.

Acto seguido y con el fin de resistir antes de morir a manos de un conde, o su vasallo, que ni conocía, sacó de entre sus armas a Estela de Dragón. El brillo de la daga hizo que la niebla se esparciera hacía distintos puntos. Dejando al descubierto al monstruo que lo miraba sin creérselo.

En un impulso de ferocidad, el Minotauro se lanzó con los cuernos hacia delante. La cuchilla, filosa como una espada, atravesó la coraza de la cabeza y se hundió profundamente en su cerebro.

Lentamente la niebla comenzó a disiparse y Kait confirmó que se trataba de un Minotauro. ¿Por qué lo había atacado? ¡Se supone que son tranquilos!

El toro abrió los ojos, como si saliera de un trance. ¿Qué pasó? Fue lo primero que dijo y también lo último, pues allí murió. Q.E.P.D

VII

Ishtar despertó en una especie de calabozo. No sabía dónde estaba ni que hacía ahí. Trató de pararse y se dio cuenta que tenía una herida en el costado izquierdo de su abdomen. ¡Ja! Eso no era nada, se curaría en unos instantes gracias a su magia. Un viejo amigo le había enseñado bien a usar ese tipo de magia.

Puso la mano en su cintura y notó el brillo de la magia haciendo efecto. Sentía calor en contraste con el frio del lugar. Luego de unos instantes, logró ponerse en pie. Si lo descubrían estaba muerto. Debía huir, donde sea que estuviese.

Se acercó a la reja. Estaba cerrada. ¿Lógico no? Así que estaba prisionero. Bien, eso era un desafío. Tomó carrera y empujó la puerta, solo consiguió salir despedido hacia atrás.

Se sorprendió mucho al ver a alguien en la punta opuesta de la celda. Parecía...

Se acercó lentamente. El tipo estaba cubierto con una capa de viaje y tenía los ojos cerrados.

Con mucho cuidado Ishtar trató de despertarlo.

—¿Qué quieres? —dijo el tipo sin mover un músculo de su cara.

—Eres un clérigo, ¿verdad? ¡Un clérigo de la conciencia!

—Sí, así es, aunque he cometido un pecado, del cual no hablaré contigo, y me han encerrado aquí por ello.

Estaba hablando sin mover la boca y sin abrir los ojos.

—Disculpa si no te miro o muevo la boca, hablo a través de la conciencia.

Bueno, por lo menos era educado el Clérigo.

—¿Dónde estamos?

—Castillo de Miltran, en Syrup.

—¿Miltran, has dicho? No, no puede ser. Debes estar equivocado. No puede ser.

Miltran es el gran reino del terror en Syrup. Allí viven el rey y su ejército, y esta noche estarían ade-más El conde de Jiran y su esposa.

—Clérigo, ¿puedes usar magia?

—La conciencia no es un arma, es una forma de vida.

—Sácame de aquí y te pagaré muy bien. ¡Lo juro!

El clérigo se puso en pie.

Aunque se lo notaba viejo y cansado se sentía su aura positiva.

El clérigo usó solo una palabra e inmediatamente traspasaron las rejas de la celda.

La verdad no le importaba si al clérigo lo fueran a matar allí o no.

Tal vez fue piedad, no sabía decirlo, pero en el momento en el que su carne atravesó la reja, tomó al Clérigo de su capa y lo hizo salir al pasillo. Por cierto, estaba todo muy sucio y olía mal allí abajo.

El Clérigo no se negó si no que impulsó más conciencia para salir de aquel lugar.

—Clérigo, ¿estás herido?

—No, soy un Clérigo de la materia evanescente. No necesito ver o tocar para saber que eso existe, y eso existe porque la conciencia así lo desea.

Ishtar se sintió un poco afectado. Había matado a un mago evanescente una vez. Solo no quería pen-sar en aquello. La oscuridad de la celda no le había permitido ver el contorno de los ojos. Llevaba un antifaz y su ropa, aunque algo sucia, era la de un Clérigo caído en las malas pasadas del tiempo. ¿Se-ría también un sicario?

El Clérigo, sin mirar a nadie en particular, dijo:

—Si vamos para la izquierda tenemos una puerta al final del camino, lo malo es que no sé a dónde conduce, la he visto cuando me traían arrastrando hasta acá, para el otro lado hay dos guardias mani-pulantes de niebla roja.

—¿Niebla roja? —se asombró Ishtar—. Ya veo, Minotauros —Ishtar pensó un momento—. Así que de esa manera fue que descubrieron mi disfraz ... Mmm, Prefiero la puerta.

—No siempre la salida más directa es la mejor —dijo el Clérigo evanescente con una sonrisa—. Ne-cesitamos encontrar armas que estén en buen estado. Debe haber algún galpón en alguna de las ins-tancias donde guarden, como trofeos, nuestras armas.

—Me caes bien, Clérigo —aduló el mercenario—. ¿Cuál es tu nombre?

—Gerard, del puño de Odín.

El puño de Odín era una especie de cofradía donde estaban los mejores asesinos y mercenarios. En varias ocasiones Ishtar había querido entrar a esa cofradía, pero fue rechazado.

—¿El puño de Odín?

—Sí, ¿has oído hablar de él?

—No, nunca —mintió.

Un ruido, como de cascos, los sacó de sus divagaciones. Dos minotauros se acercaban.

La niebla roja empezó a levantarse cerca de ellos e Ishtar ya casi podía sentirlos. Pero ¿cómo los mata-ría sin armas? Decidió evadirlos.

Se agachó, mezclándose con la niebla y observó hacia atrás. El Clérigo evanescente se había desva-necido o mimetizado con la niebla. No lo podía ver. Y menos en ese momento.

—Estoy detrás de ti, solo procura no hacer ruido —dijo Gerard.

—¡Qué facilidad para esconderse! —alabó Ishtar, mentalmente.

Ishtar comenzó a gatear sin ver a dónde estaban las piernas de los minotauros.

Esperó en silencio.

Por suerte para ambos, ninguno de los dos minotauros había sentido su presencia. Escuchó su entorno y, al parecer, no se habían dado cuenta de que ellos estaban ahí.

Ishtar y Gerard caminaron cuesta arriba. Las celdas estaban vacías. No había nadie por allí.

El castillo de Miltran era un gran laberinto, pero aun así vio una breve ventaja en aquel lugar.

Si podía llegar hasta el conde de Jiran y terminar aquella misión, su vida finalmente habría tenido un objetivo final. Gerard le tocó el hombro y le señaló algo.

Era la puerta. Por fin. Y al abrirla...

VIII

Kait corrió desesperado en dirección al castillo de Miltran. Al parecer, su pesadilla no estaba equivo-cada, otra vez estaba pasando.

Pasó, en su camino, por una armería. Tal vez debía proveerse de algún tipo de arma.

Entró a la tienda.

No había nadie a la vista. Así que empezó a mirar dagas, espadas, mazas y algún que otro arco.

Se dio cuenta que había allí un timbre, así que lo tocó.

El timbre, que sonó con menos fuerza que la lluvia de afuera, atrajo a alguien.

Mientras esta persona aparecía, un arco en especial llamó su atención.

Era dorado, quizás fabricado con tecnología enana. Su carcaj también era raro. Tenía unas inscripcio-nes que no pudo leer.

—¡Ah! Veo que te gusta el arco «Milenial». Es un gran arco.

Se había olvidado de la persona que había entrado. ¿Desde cuándo estaba ella allí? ¡Ah! Era cierto: ¡El timbre! Así que para eso era un timbre. Todos los días se aprende algo nuevo. 

La que había hablado era una joven de pelo platinado y vestido rojo que parecía ser más chica que él. Sus ojos azules hacían juego con su vestido rojo.

—¿Eres la dueña de este lugar?

—Algo así. ¿Te gusta el arco?

Kait no podía salir de la belleza de la chica, así que poco la escuchaba, era como si aún fuera parte de su sueño.

—¿Te interesa la historia de este arco y su Carcaj único?

—Sí, ¿qué tiene de especial este arco y su carcaj?

—Verás. Fue una noche como la de hoy, hace dieciséis años, un hombre misterioso con una herida profunda golpeó las puertas. Pensando que era un viajero en apuros mis padres lo auxiliaron y el hombre les entregó este arco de cazador. El hombre, prófugo de la justicia, le dijo que lo guardara bien hasta que viniera su heredero. Por eso no puedo venderlo. Además, el arco no deja que nadie lo toque.

Kait estaba de pronto interesado. ¿Un arma con heredero?

Kait... Kait... Tómame... Te daré mi poder si me entregas tu alma...

¿El arco le hablaba? ¡Era para él!

—¿Qué haces? ¡Ey! —trató de pararlo la joven.

—El arco —dijo— me llama, me reclama.

Kait tocó el arma y esta brilló tan intensamente que la chica quedó cegada por un instante. Al momen-to siguiente Kait vestía el arco y el carcaj único. Pero, ¿Cómo hacía para disparar a varios objetivos con una sola flecha? y ahí fue que descubrió la magia del arma.

—La flecha de ese carcaj sigue saliendo una vez arrojada la primera. Lleva flechas que se auto recar-gan —explicó la joven.

—¡Increíble!

—¿Quién eres? —inquirió ella.

¿Quién era? ¿No se exponía demasiado al ir tan adentro del pueblo? Ni modo.

—Mi nombre es Kait de Syrup.

—¿El famoso ladrón? ¡Guau! ¡Eres muy joven para ser un ladrón! ¡Soy tu principal admiradora!

Kait se sintió un poco incómodo. Así que tenía admiradoras. Era lo último que se le hubiese ocurrido escuchar.

—¿Ibas a Puñal?

—Sí, iba a buscar a un amigo —contestó—. ¿Cómo lo sabes?

—Pues, a decir verdad, con ese atuendo todo mojado y oscuro no tenías esperanzas de ir a otro lugar. Debo advertirte que es un lugar peligroso, podrías encontrarte con los Minotauros del rey.

—¿Minotauros? ¿No son los que se encuentran en Relien?

—Sí, así es. Pero por alguna razón vinieron desde Relien y se han llevado a un tipo a las mazmorras del castillo. Creo que su nombre es Ishtar.

Kait sintió un nudo en el estómago. Ishtar capturado.

—¡Tengo que rescatarlo!

—¿Necesitas ayuda?

Kait se dio cuenta con quién estaba hablando un instante después.

—¡Tú! ¡Eres una leyenda!

—Reina roja, mucho gusto. Vamos, no hay tiempo que perder.

Y tan rápidos como el viento se dirigieron al castillo de Miltran.

—¡Ishtar, espérame!


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