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Crónicas de Midgard, Volumen 1, Libro 1 - Capítulo 2: ¡Enfrentamiento en la tumba de Mincar!
I
En la parte más lujosa
del castillo de Miltran se estaba llevando a cabo una celebración. Una extraña
y sobrenatural bruma roja se elevaba hacia el cielo como si fuera un brillante
escudo carmesí.
La niebla formaba una
barrera infranqueable hacia las puertas del castillo.
La lluvia caía
copiosamente sobre ellos dos. La reina roja y Kait debían entrar de cualquier
manera posible.
Estaban envueltos en
sus capas de viaje negras y armados mágicamente. El problema radicaba en cómo
pasarían aquella inquebrantable defensa.
Los informes acerca de
los Minotauros estaban poniendo nerviosa a la gente de Syrup, y esa niebla roja
no daba tranquilidad.
— ¿Qué hacemos ahora,
Reina?
—Como alquimista,
tengo una habilidad única: los polvos evanescentes. Nos van a permitir entrar
en las mazmorras y rescatar a tu amigo.
La reina sacó unos
polvos que esparció sobre ellos y dos segundos después estaban en las
mazmorras.
—¿Pueden hacer eso los
alquimistas? —dijo Kait mientras la Reina roja lanzaba los polvos sobre ellos
dos y aparecían en el calabozo.
—Así es, mi maestra me
lo enseñó, los polvos evanescentes fueron usados por primera vez en... ¿Me
estás escuchando? —Kait no le prestaba atención, trataba de seguir los olores
que provenían de los muertos. Entre ellos distinguió dos olores de dos vivos.
—¡Se fueron por allá!
—¿Fueron? —inquirió la
reina—. ¿No era uno solo?
—Parece que alguien lo
está ayudando —dijo Kait—. La pregunta es ¿quién?
Caminaron por el
laberíntico complejo de mazmorras. El olor ocre a muerte era demasiado fuerte.
Tuvieron que detenerse varias veces por las náuseas de Kait.
La reina roja caminaba
como si explorara el lugar buscando algunas bayas secas.
—Parece que no es la
primera vez que entras a un lugar como este.
—¡Bah! Ni que fuera
para tanto —dijo la Reina—. ¿Escuchaste?
—¿Qué cosa?
—¿No te parece
extraño? Huele a muertos, pero no hay nadie detrás de las rejas.
Kait entró en una
celda que estaba abierta y se fijó. Obviamente la Reina tenía razón.
En la celda había olor
a muerto, pero no había ninguno de ellos. ¿Qué estaba pasando?
De repente un temblor
lo sacó de sus cavilaciones. La reina entró en la celda y la cerró con unos
polvos que llevaba en una bolsa de su cinturón.
—¡Silencio! —le
murmuró por lo bajo.
Kait aguardó con el
corazón en la mano. Sentía que algo iba a pasar, algo terrible, y entonces como
si alguien hubiese leído sus pensamientos, un ojo enorme apareció en la reja.
Sabían muy bien lo que era: Una Liana.
Las Lianas son una
especie de víboras gigante que vive en los pantanos, supuestamente, al oeste de
Relien. Pero lo importante en aquel momento era ¿qué hacia allí?
—Una Liana ciega.
Ahora entiendo por qué el olor a muerte sin cadáveres —dijo en un susurro la
reina.
Sacó de entre su pelo platinado
una aguja y la lanzó hacia fuera de la celda.
Mirando mejor, no era
una aguja: ¡Era un pelo de su cabeza!
El pelo golpeó contra
una roca lejana y la Liana se alejó en esa dirección. La reina cruzó sus dedos
y abrió la reja, rezaron para que la Liana no los escuchase. Kait la siguió
camino abajo. Las mazmorras parecían bajar.
¿Así que esta chica
era la famosa reina roja? ¿Era de confiar? Mientras pensaba en esto llegaron a
una sala grande.
—Vaya, parece que he
equivocado la salida.
—¿Qué es este lugar?
No hacía falta que
ella se lo dijera. Era un Mausoleo. ¿Qué hacía un Mausoleo en aquella cripta
sucia y polvorienta?
Las paredes estaban
decoradas con nichos, los cuales seguramente tendrían un muerto dentro. Kait
tenía miedo de que a la Liana se le ocurriera pasar por allí y así se lo
explicó a la Reina, a lo cual ella negó.
—¿Ves estos círculos
con distintas formas en el suelo? —preguntó ella.
Era verdad, había
círculos de prohibición en el suelo, aunque parecían inactivos.
—No, despreocúpate,
están activos, lo sé —dijo ella, como leyendo su mente.
¿Era su impresión o la
reina roja había esquivado su mirada? Acaso...
—¿Cuál es tu relación
con este lugar? —preguntó decidido Kait. La Reina seguía examinando los
círculos y triángulos del piso, ocultando el rostro tras su mata de pelo
platinado y largo.
—Estos dibujos. ¿Qué
tipo de alquimia son? Porque si no estoy equivocado, vos los tallaste, por eso
te manejabas bien en las mazmorras. Incluso sabías cómo despistar a la Liana.
¿Cuál es tu ganancia en acompañarme? —Ella bajó su mirada—. ¡Mírame cuando te
hablo!
—Sí, es verdad —dijo
finalmente— cuando aún era pequeña y mostraba dotes para la alquimia, mi madre
me trajo a este castillo construido sobre la tumba de Mincar, clérigo de
Nitsurg. Eso que ves en el medio es su tumba.
Kait observó fascinado
la estructura. Era una bóveda grande cerrada y protegida por la estatua de una
Valquiria.
—El rey de aquel
momento me pidió que sellase un arma tan peligrosa como divina: la espada de la
escarcha; y como soy una de las ultimas que sabe el código Valquiriano, en fin,
es lo que he tratado de obtener.
Kait pensó un momento
en todo lo que le revelaba aquella chica. No entendía mucho de alquimia y
alquimistas, pero de algo estaba seguro: esos sellos en el suelo eran una trampa
para quien intentara abrir la bóveda que ocultaba a la espada.
—¿Por qué quieres la
espada? —se le ocurrió preguntar, pero inmediatamente calló. Algo se movía
impaciente en la entrada del mausoleo: La Liana los había seguido. Se quejaba
en un lamento de dolor ya que los círculos no permitían su entrada.
Una niebla roja empezó
a cubrir el suelo e inmediatamente se dieron cuenta de su error. La Liana no
había huido, había ido a buscar a los Minotauros. Venían de las dos entradas.
Su olor fétido y repugnante les llenaba los pulmones.
—¡Tenemos que huir! —gritó
Kait, pero la Reina estaba en trance. ¡Qué demonios!
Sacó una flecha y se
la clavó a un minotauro en el pecho provocándole una muerte instantánea.
Siguió disparando
flechas a mansalva contra las bestias que caían una tras otra.
En un rincón había uno
de ellos vestido de Clérigo ¿qué hacía? Lo inquietaba sin dudas. No dejaba de
rezar justo sobre uno de los círculos de transmutación.
¡¿Sobre un círculo de
transmutación?!
¡Estaba desactivando
el resto de los círculos! ¡Maldito clérigo!
Una flecha salió
despedida de las manos de Kait y se incrusto en la frente del Clérigo
traspasando su cerebro de lado a lado.
—¡Es tarde, intrusos!
¡Ahora morirán!
La niebla roja cubrió
todo. Se oyó el sonido del arco y la flecha y un entre chocar de espadas,
además del grito mudo de la Liana.
La niebla y los
sonidos fueron apagándose de a poco. Una silueta se perfiló contra la pared. Al
cabo de unos segundos, y mientras la niebla se disipaba, el perfil de la reina
roja fue apareciendo. Pero había alguien más. La imagen dejó mudo a Kait,
aunque no así a la reina roja: La valquiria había bajado de su pedestal y los
había ayudado. Kait no entendía nada hasta que la Reina roja se explicó.
—Mientras el Clérigo
de los Minotauros desactivaba los círculos de transmutación yo usaba lo que él
desactivaba poniéndolo en la estatua, de esa forma le di vida.
—¡Eres increíble!
—Por suerte para
nosotros, la activé a tiempo. La niebla roja no le afecta, y la Liana era pan
comido.
Kait miró a su
alrededor. La Liana se había empezado a evaporar, que es lo que hacen ellas
cuando mueren, y los cadáveres de los Minotauros estaban bien muertos. Algunos
con flechas otros a espadazos. ¿Pero que usaba la Reina roja de arma? Miró esas
pequeñas manos y vio lo que en ellas había. Disponía
de un par de Katar manchadas de sangre.
Las Katar son armas
propias de ladrones y asesinos experimentados, incluso él mismo tenía una de
esas en su casa, sus puntas afiladas lo están incluso después de cada muerte y
absorben cualquier tipo de veneno que toquen.
Según lo que se decía,
los enanos en las minas de Adberich fabricaban esas armas. Incluso se decía que
los enanos que habían fabricado el Mjolnir, el martillo de Thor, aún seguían
vivos.
La Reina roja se
acercó al lugar donde había estado la Valquiria y trató de empujar la bóveda.
Kait observaba a la
Valquiria. Había escuchado historias de las guardianas del Valhala, diosas de
la eternidad, pero nunca había visto a ninguna de ellas. Su apariencia era
hermosa e incorruptible.
Si aquella Valquiria
hubiese sido humana tal vez hasta lo hubiera enamorado. Sin embargo, a pesar de
su hermosura, era de una peligrosidad temible.
—¡Ey! ¡Ayúdame con
esto ¿quieres?! —le gritó la Reina roja— ¡Pesa mucho!
—¿Y dices que ahí
dentro se encuentra la espada de la escarcha? No creo que sea tan fácil
abrirla.
—No entiendo —dijo
ella dejando de esforzarse en vano—. He roto todos los sellos del ataúd y no
puedo abrirlo.
Kait limpio un poco el
polvo de la tumba y leyó en voz alta:
"Para aquellos
cuya codicia no abandonan la espada estará sellada. Solo la estela de..."
Paró de leer ya que el
resto estaba ilegible.
—¿La estela de qué?
—No sé, no se llega a
leer, parece erosionado por el tiempo.
Sin embargo, Kait
había comprendido a que estela se refería: "Estela de dragón",
Su cuchilla.
Nunca había entendido,
desde que perdió la memoria, por qué tenía aquella arma. Nunca había pasado de
ser una cuchilla muy afilada. Jamás había pasado de mostrar siquiera un síntoma
de magia. ¿Podría ser que estuviera destinada a él?
Observó detenidamente
a la Valquiria que se le había puesto detrás. Pensó por un momento que lo iba a
atacar, pero, en cambio, lo empujó a un lado suavemente y con paso rápido se
subió a la tumba de Mincar clérigo de Nitsurg.
Estela de dragón encajaba allí, se veía a la legua. ¿Pero cómo llegó a
él? ¿Por qué no recordaba nada?
—Vaya, tenía
información de que esto me podría resultar trabajoso, pero no tanto... ¿Por qué
habrán borrado la continuación del texto?
Kait se decidió por
fin.
—Toma.
—¿Qué es esto? ¿Un
cuchillo?
—Lo encontré en mi
casa cuando me «desperté» después de perder la memoria, es mi cuchilla
preferida: "Estela de dragón".
La reina lo miró como
sin creérselo. ¿Cómo pudo olvidar esa arma? ¡Era legendaria! ¿Acaso ese chico
era parte de la leyenda?
La Reina lo miró
disimulando un poco. Si era verdad que había perdido la memoria, sería mejor
tomar la espada y salir de ahí cuanto antes. Pero se había comprometido a
ayudar a Ishtar y ella era mujer de palabra.
—Reina, ¿cuál es tu verdadero
nombre? —preguntó Kait.
—Te lo diré si
sobrevivimos. Dame a Estela de Dragón —pidió.
Kait le entregó el
cuchillo y ella lo observó detenidamente. Parecía una simple cuchilla.
—Debemos rezar antes.
—Sí.
En silencio elevaron
sus plegarias a la conciencia mágica, pidiendo por el bien, la justicia y que
esta los cuide.
Al finalizar, La Reina
y Kait pusieron sus manos juntas en la Estela y penetraron justo en una ranura
debajo de donde estaban aquellas palabras. Una luz brillante los dejó ciegos durante
unos segundos. Cuando volvieron a abrir los ojos la tumba estaba abierta, el
esqueleto estaba allí, pero... ¿Y la espada?
La Valquiria los
observaba atentamente. ¿La valquiria? ¡Por supuesto!
La Reina se acercó a
la estatua que sostenía en sus manos aquella espada. Observó los cadáveres de
los Minotauros. ¿Cómo una espada común podía haber hecho eso? Había al menos
veinte Minotauros y ellos, contando a la estatua, eran tres.
La Reina tomó la mano
que sostenía la espada y con un movimiento suave la retiró. La estatua sonrió y
se volvió polvo: habían obtenido la espada de la escarcha.
La espada se
descascaró y brilló con un tono frio y etéreo. Sin embargo, el mango calentaba.
Primero fue tibio y luego subió sin control. Tuvo que soltar la espada y dejarla
caer.
—¿Qué pasó? —inquirió
preocupado Kait— ¿Estás bien?
—¡Es la espada de la
escarcha! —explicó la Reina— ¡Me quemó la mano! ¡Me rechazó!
¡Kait! ¡Tómame! ¡Tómame! Hazme parte de tu alma.
Kait miró para todos
lados. Fue como cuando obtuvo el arco. ¿Acaso aquella arma también le
pertenecía?
Observó la espada
tirada en el suelo y la tomó. Un halo brillante contorneó la espada. No quemaba
ni nada parecido. Era como una versión más poderosa de Estela de dragón.
Observó allí, en el
suelo, donde había estado el polvillo de la estatua, ahora había un cinto y una
vaina. Los tomó y se los acomodó.
—¡Gracias, Mincar!
La Reina lo observó,
asustada.
—¿Quién es este chico?
—pensó.
—Es mejor que
encontremos a Ishtar, vamos.
La Reina se puso de
pie.
—¡Espera! Dime una
cosa antes de que sigamos. ¿Eres el hijo de Wikof? —inquirió sin preámbulos la
chica—. Puedes tomar la espada de la escarcha de Mincar y el arco mágico de
aquel viajero. ¿Quién eres?
—¿Wikof? —Kait pareció
sopesar aquella palabra como si fuese de un lenguaje perdido, su rostro se
ensombreció—. No recuerdo nada de mi pasado, ningún Wikof estaba allí cuando yo
lloraba —le explicó—. Cuando me despreciaban ––continuó y comenzó a caminar en
sentido contrario por el que habían llegado hasta ahí—. ¿Vienes?
II
La niebla roja cubría
la sala. Ishtar y Gerard habían logrado colarse silenciosamente en la misma.
Era el salón de armas. Allí estaban todas aquellas armas que el rey de Miltran
les quitaba a sus víctimas, pero por alguna razón estaban protegidas en el
fondo de la sala por Minotauros.
Ishtar, que confiaba
plenamente en Gerard y su ojo interior, se dejaba guiar como si él fuera el
ciego y el otro el perro lazarillo.
—Toma esto —Gerard le
extendió algo y enseguida se dio cuenta de lo que era: un arma—. A la cuenta de
tres te paras y apuñalas.
—Lo siento, no sé
contar —dijo en tono burlón.
—Uno, dos... ¡Tres!
Ambos se pusieron de
pie y apuñalaron a las bestias justo en la garganta. Los Minotauros murieron en
el momento sin saber qué los había golpeado.
La niebla desapareció
sin dejar rastro alguno y dejándolos al descubierto. Cada vez que veía a uno de
aquellos seres ser controlados por alguien la rabia se encendía dentro de
Gerard. Se sentó en el medio de ambas víctimas y rezó por sus almas. Ishtar lo
miraba sin hacer ningún tipo de comentario. Una vez terminado el ritual de las
almas, Gerard se puso en pie.
—Es hora de cazar al
culpable de todo esto.
—¡Por fin estamos de
acuerdo! —dijo Ishtar en tono jovial—. Seguramente, el conde de Jiran debe
estar enterado de esto y nos tenderá algún tipo de trampa.
—¿El conde de Jiran?
No, esto es mucho más grande que ese conde de pacotilla, creo que se de quien
se trata —dijo Gerard en tono misterioso—. El ex Maestro de marionetas del puño
de Odín: Yuz.
—¿Dices que un solo
hombre pudo hacer todo esto? —preguntó Ishtar, que no conocía al tal Yuz—. ¿Y
la niebla roja? ¿También es obra de él?
—No, los Minotauros de
por sí utilizan esto como arma, pero no atacan humanos. Si esto llega a saberse
en el reino, una guerra comenzará ¡Y todo por culpa de Yuz! ¡Debí haberlo
detenido cuando tuve la oportunidad!
—No soy quien para
juzgar —dijo Ishtar y se encogió de hombros—. Veamos que armas hay por aquí.
Se paseó por entre los
cuchillos, de distintos tipos y tamaños, tomando algunos y guardándoselos en el
revés de su capa de viaje.
Por último, tomó una
ballesta y pensó en Kait. Esperaba que Kait no hubiera salido a buscarlo. No
quería ni pensar en lo que pasaría. Ya no podría mantener aquel voto a su
amigo.
—Tranquilo. Puedo
sentir la energía de ese chico —dijo una voz de niño—. Están en algún lugar en
la tumba de Mincar.
—¡Yuz! —gritó Gerard
que reconoció la voz al instante, había tomado un báculo Evanescente de entre
las armas—. ¡Muéstrate!
Un niño apareció en la
puerta. Llevaba una flauta en sus manos.
—¡Yuz!
—¿Acaso es un niño?
—No lo subestimes, el
clan de Yuz, los Maestros de las marionetas, han pertenecido desde siempre al
puño de Odín, incluso antes del Ragnarok ya se los creía lideres innatos —aseguró
Gerard— ¡Su poder es temible!
—Me conoces bien, ¿eh?
—se burló Yuz—. ¡No me conoces en absoluto! ¡Y ahora se arrepentirán!
—¡Cubre tus oídos,
Ishtar!
Yuz se llevó la flauta
a la boca y empezó a entonar una música bonita. A Ishtar le pareció de lo más
agradable. Lo calmaba. Lo sosegaba. Era como aquellas drogas que usaba Kait
para calmar los nervios antes de ir a dormir.
De pronto, todo se
puso oscuro. ¿Qué pasaba allí? Ya no recordaba nada. Escuchaba un grito de
auxilio. Algo venía hacia él. ¿Un caballo? Él lo estaba esperando. Tenía que
galopar y llegar pronto. ¿Qué era eso que se veía a la distancia? ¿Fuego? Ahí
hay alguien, preguntaré. El hombre que estaba allí me dijo que hubo un
sobreviviente de aquel incendio voraz en la ciudad y huyó con un bebé hacia la
ciudad de Syrup. ¡Tal vez esté herido! ¡Debo encontrarlo! La lluvia no me deja
ver. Allí está la ciudad. Es mejor que me apure. ¡Vaya! ¡Las puertas de la
ciudad están cerradas! ¿Qué habrá pasado? Dejaré el caballo aquí, espero lo
entiendas centurión. Saltaré la puerta, no veo ningún guardia. ¿Dónde estarán?
Luego de caminar por la ciudad distinguí a un hombre herido y a su bebé. Están
siendo perseguidos como viles ladrones. ¡No lo permitiré! Me metí en la disputa
y le pregunté por qué lo perseguían. Había perdido mucha sangre. "Proteja
a mi hijo, dele de comer esto cuando cumpla los quince años" Y me dio una
fruta algo extraña, parecida a una manzana. ¿Cómo es su nombre...? "Wikof,
cuida a Kait, por favor" me contestó y murió.
Corrí por la ciudad y
llegué a un Ombú-Manzanero. Allí crié a
Kait y le enseñé miles de trampas y secretos. Le prohibí tocar aquella
extraña fruta temiendo que fuera algo venenoso. ¡Pero qué idiota! ¡Qué padre le
daría algo venenoso a su hijo! Y a los quince años, con un dolor en el corazón,
¿Corazón? ¿Qué es esa punzada de dolor? Todo se aclaraba en mi mente. ¡La
flauta de Yuz! Desperté y estaba echado en el suelo. Noté un sabor metálico en
mi boca. Era sangre. Quise moverme, pero alguien puso una mano sobre mí.
—No te muevas, ya lo
derroté, pero sufriste una herida —era Gerard el que me hablaba—. Es grave y no
tengo forma de curarte. No acá, y no puedo transportarte.
—Kait... búscalo...
tráelo... el podrá —fue lo único que llegó a articular antes de caer desmayado
por la pérdida de sangre.
III
En la fiesta había
mucha gente disfrutando de la buena música y compañía mutua. Todos ellos
parecían contentos. ¿Cómo no estarlo? Era la «Clase alta» ¿Quién podría
interferir en sus planes? ¿Un ladrón pobre? ¿Un clérigo abandonado a su suerte?
¿Una chica a la que desconocía? ¿O Ishtar? Ese mercenario que casi mata al
conde de Jiran una vez.
Solo había una persona
en total desacuerdo con los planes de su padre. Ella era muy culta y buena,
cosas que sus padres de Jiran odiaban. No la odian a ella si no a su forma de
ser.
Sabía de todo un poco
y su rostro era parecido al de una Valquiria joven, aunque a su parecer nunca
habían sido vistas Valquirias envejecidas. Su nombre pasó a ser parte de la
leyenda en el momento que cumplió dieciséis años de vida.
Aquel día se estaba
celebrando su cumpleaños, era una fiesta con muchos invitados, pero ella
prefería ignorarlos. Estaba literalmente aburrida de esa vida. Sus padres no
entendían por qué: tenían dinero, tenían toda la fama que querían, incluso
amaban a su hija. ¿Por qué no era feliz?
—Lucca. —Así se
llamaba la hija del conde de Jiran—. ¿Me das el honor de esta pieza?
Quien le hablaba era
su prometido Isnash, un joven de pelo negro y peinado ridículo. Aunque decían
que era bueno en el arte del esgrima.
Lucca vestía algo poco
común en alguien de su alcurnia, pero era «normal» para todos aquellos
seres repugnantes. Lucía un vestido color negro ajustado al cuerpo en la parte
del busto y más suelto de las caderas. Calzaba unos zapatos de plataformas, que
la hacían verse más alta, y su peinado eran dos coletas a los costados de su
cabeza en el pelo negro. Inclusive sus labios y sus ojos (negros) estaban
pintados de aquel color. Al verla de lejos cualquiera diría que era una sombra
que se había escapado de una Valquiria, porque a pesar de todo aquello le
quedaba tan bien que parecía ser así: Una Valquiria oscura y sentimental.
Isnash, en cambio,
parecía todo lo contrario. Llevaba como peinado un copete negro abundante.
Lucía unos brillantes zapatos de piel de cocodrilo e iba vestido con una
armadura de gala.
Estaban en aquel
momento en el atrio del rey. Cinco tronos. El rey y la reina de Miltran, El
conde y la condesa de Jiran y su hija Lucca.
El rey, un hombre de
expresión adusta y brava, le sonrió a Lucca. Por supuesto, Isnash era su hijo,
su único hijo varón.
Lucca largó el libro
que había estado leyendo y con mal carácter salió a la pista de baile del
salón. Su padre y el rey se sonrieron.
El rey, el cual estaba
vestido con un frac grueso pero elegante, estaba contento con su hijo.
Isnash era un príncipe
tímido, siempre había temido a las mujeres. Pero desde que Yuz lo había
manipulado como una marioneta se sentía mucho mejor. Yuz y él eran como sangre
y uña. En una ocasión, hacía un tiempo, Yuz le había enseñado a usar la flauta.
La melodía era tan encantadora como el cantar de los pájaros en primavera. Le
hacía acordar al césped tibio bajo los grandes árboles de su mundo.
Sin embargo, Yuz, el
Maestro de las marionetas, no estaba en la fiesta. ¿Qué le habría pasado?
Lucca sintió como que
Isnash no estaba allí, con ella, no en aquel momento. Observó a su padre
hablando con el rey.
¡Hipócrita! Lo maldijo
por lo bajo. ¿Qué esperaban de ella? Era apenas una niña. Esa noche cumpliría
dieciséis años. ¿Esperaban que se casara, así como así? ¡Ilógico! Pero la ley
en Midgard era que las jóvenes aspirantes a condesas, o cualquier otro título
de terrateniente, se casasen con el joven más guapo. Por supuesto Isnash no era
de ellos.
De pronto la música
terminó. Los caballeros y las damas se saludaron respetuosamente.
Isnash le extendió una
mano a Lucca y subió hacia donde estaban sus padres. Muy pronto se haría el
anuncio de quien fuera su esposo mediante aquel matrimonio arreglado.
Isnash miró a la joven
que estaba a su lado. Lucca no solo parecía una Valquiria, sino que hasta se
parecía a las antiguas estatuas que había de Freya.
Freya era una de las
diosas Vanir protectoras del templo donde iban las almas de los muertos: el
Valhala; sin embargo, sus ropas negras, al igual que el maquillaje de su
rostro, eran parte de su personalidad fuerte y decidida.
El rey se levantó de
su asiento y todos hicieron silencio. Los dos jóvenes permanecieron de pie.
—En una hora se
llevará a cabo la bendición para el matrimonio de estos jóvenes. Cuando Mani
(La luna) esté en su apogeo, estos dos jóvenes serán mi más grande orgullo. Eso
es todo lo que quería decir. ¡Que siga el baile!
La música comenzó a
sonar. Todos volvieron a la pista de baile.
La música sonaba
primero lenta y después tranquila. Tanto que llenaba el castillo con una
armonía increíble.
Pero Isnash y Lucca no
volvieron a la pista. Isnash necesitaba hablar con su prometida. La tomó de la
mano y la llevó al balcón real. Primero se hizo el silencio mientras miraba el
horizonte. La lluvia seguía cayendo, pero no se iban a mojar porque había un
toldo enorme sobre ellos que detenía el flujo de agua sobre sus cabezas.
Lucca se preguntó
fastidiada por qué la habría llevado allí. Dentro de una hora sería su esposa y
eso no podía impedírselo. No iba a contradecir a su padre. No era que les
tuviese miedo, pero eran quienes la habían criado he incluso dado la vida.
Y entonces pasó algo
que no esperaba. De hecho, nadie lo esperaba.
—¡Vete! —dijo Isnash
en voz baja, Lucca se quedó paralizada—. ¡No conoces lo que viene! Serán
tiempos oscuros —siguió él mientras observaba la lluvia caer copiosamente sobre
el suelo debajo de ellos.
No se atrevía a darse
vuelta. Si la miraba no lo iba a entender. Esperó unos minutos hasta que ella
habló.
—¿Por qué Isnash?
—¡Porque te amo
demasiado como para obligarte a estar conmigo! Y lo que se aproxima...
Se hizo el silencio.
Escuchó las pisadas alejándose y se dio la vuelta. Las lágrimas rodeaban su
rostro. Se las enjugó en su manga y decidió volver sobre sus pasos sabiendo lo
que se aproximaba.
¡Por su princesa, su
vida! «Errante, te la confío».
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