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Crónicas de Midgard, Volumen 1, Libro 3, Capítulo 4 - ¡Rashem y Ayamis! ¿Existen o no?

I -... Y eso no es todo –Dijo Jiyande- hemos encontrado estatuas del Morganita Coral y otros tres soldados. Además de que la orden de Scrania está petrificada. Mondo y Lord Metin se miraron. Su mirada no pasó desapercibida a los ojos de Jiyande. -¿Qué es lo que saben y no nos están diciendo? ¡Hablen! -Coral era el orador de los soles. Estaba buscando algo, aunque no sé qué –Dijo Mondo. -Entonces el que mató al antiguo Orador, ¿fue él? Ya veo. Bueno, es un asunto interesante. Surtur entró en la sala. -Jiyande, tengo noticias y temo que no son agradables. -¿A qué te refieres? Si es por lo de Astinus y su dragón... -No, hemos revisado la biblioteca junto a los supervivientes que hemos logrado despetrificar. -¿Han dicho algo...? -Sí, ojos azules y pelo rubio. Es todo lo que llegaron a ver. -Mondo quédate aquí. Iré a ver a esos supervivientes. Mientras Lord Metin se iba, Surtur observaba su espada oscilar. Tomó una decisión. -Iré con él. Jiyande asintió. -¿Qué pueden querer de alguien que p

Crónicas de Midgard, Volumen 1, Libro 3, Capítulo 2 - Surtur se acerca a Alflheim


I



El falso Astinus sonreía. Pronto su servidor le traería los libros prohibidos de aquel mundo: Los grimorios. Llamados así por el mismo Nimbluzz. Nunca supo que le había pasado a su buen amigo. Pero poner todos sus secretos a la orden de los Solares... ¡Que estúpido! Coral se paró. Se puso en pie. Ya pronto estarían ahí. Lagash los conduciría a la batalla... ¡Surtur!

Un gigante de fuego, con su pecho al descubierto, entró en la sala del Orador. Debía ser él.

—Veo que has venido, Surtur —escupió Coral.

—Soy un hijo de Muspel. Pero comprendo tu despecho y odio. Nosotros en el pasado intentamos atacarlos y condujimos al mundo al caos. Su siervo, Lagash, nos ha explicado su poder y sabiduría, gran Orador, pero después de tantos años de encierro mis hombres y yo pedimos una compensación.

Los ojos de Surtur brillaron como la noche humana en invierno. Coral, que esperaba a su siervo aún, sonrió y asintió. Surtur se acercó al trono. Y lentamente dijo en su oído.

—Sé quién eres, Coral.

Él lo había supuesto. ¡Así que aquel era el poder de Surtur! Bien, ya no había por qué negarlo. Lentamente Surtur se convirtió en Coral.

—Eres descuidado, Coral —dijo satisfecho el gigante—. Nosotros, los hijos de Muspel, podemos ver el corazón y su oscuridad. Tu odio hacia las razas del Yggdrasil y tu pensar no nos es ajeno.

—Eso veo —asintió Coral— ¿Cuáles son tus exigencias, Surtur? ¿Cuál es el precio por tu silencio?

—La espada que me fue arrebatada hace siglos. La espada legendaria «Tormenta de acero».

Coral se removió nervioso en su asiento. Él no sabía dónde estaba aquella espada. Y así se lo hizo saber.

—Pero si la encontrases, digo, en un futuro no muy distante, ¿me la obsequiarías?

Coral lo miró a los ojos. Surtur no mentía. Algo se le había pasado por alto y alguien en aquel mundo... No, en el Yggdrasil, tenía aquella reliquia.

Surtur solo sonreía. De pronto dijo, como si supiera lo que estaba por venir: «conviértete».

Coral no lo dudó y se convirtió en Astinus nuevamente. Escuchó un revuelo fuera, como si el populacho se hubiese puesto de acuerdo.

—¿Qué demonios pasa? —inquirió preocupado Coral y escuchó entre el murmullo un nombre que quería olvidar: «Mondo».

Se quedó en su sitio esperando. Todo el plan se estaba yendo al demonio. ¿Qué hacía Mondo allí?

La puerta de la sala del orador, color Jaspe y oro, se abrió. Coral disimuló. ¡Maldito fuera Mondo!

—¡Astinus! Tú... ¿Qué pasó con el otro orador? —inquirió Mondo al verlo.

—¡Insolente! ¿Quién te crees que eres? —gritó Coral despectivamente y algo nervioso, el plan estaba saliéndose de control—. ¿No sabes que debes dirigirte a mí con respeto?

—¡Ja! No me hagas reír, Astinus. Jamás te he debido respeto.

Coral recurrió a la memoria de Astinus que estaba dentro de su cabeza dormida.

—No te olvides que yo te salvé la vida, Mondo. Además, has osado cambiarte el nombre, ¿acaso has tomado rumbo a Midgard? ¿Te has aliado con los humanos?

—Veo un humano en el mismo lugar que yo reiné. No es contigo, humano —aclaró viendo la expresión de sorprendido de Surtur—, no es contigo sino con aquellos que me expulsaron —miró a Astinus despectivamente—. He venido a Alflheim con un humano. Tal vez quieras conocerlo.

—No soy humano, soy un gigante de fuego con forma humanoide.

—Me da igual.

Los pasos se escucharon en aquel lugar. Un caballero con una armadura de acero, tal vez forjada por enanos, penetró en la sala seguido de los sabios que ahora eran cinco (Astinus/Coral estaba como orador y Cornelius estaba de viaje).

—¿Qué...? ¿Qué significa esto? ¿Quién es el humano? —inquirió Coral.

—Me presentaré a mí mismo, Mondo —dijo el humano—. Soy Lord Metin del clan de la rosa negra saliendo del Yggdrasil. Y así como me ves soy el portador de Tormenta de acero.

Las palabras hicieron eco en Surtur y Coral. ¡¿Cómo era posible?! Lord Metin. Sí, lo había escuchado.

Coral pensó un segundo. ¿Un humano valiente en Alflheim? ¿Un ex orador?

—Es un placer conocerlo Lord Metin —dijo con voz dulce y empalagosa Surtur—. Temo que no he sido presentado...

—Lamentablemente, ante mis ojos sí lo has sido. Eres Surtur, un hijo de Muspel. Pensé que estaban encerrados en «La cueva de los sellos»; y no me alegra tu liberación, debo agregar.

Surtur solo sonreía despectivamente, deseaba aquella espada más que nada. Debían hacerse amigos, ganarse su confianza.

—No veo la razón por la que han venido —dijo Coral bebiendo un poco de agua de un vaso puesto allí con ese fin.

—Bueno... yo... esto... —Sentía la fuerza de su vientre aflojar, estaba en un momento crítico... pero una mano, la de Lord Metin, se apoyó sobre su hombro dándole plena confianza—. Deseo... ¡Volver a ser Orador!

Coral se la veía venir. Sin aquel título perdería su poder de entrar a las bibliotecas y sería masacrado por la orden.

—¡No! ¡No se puede! ¡Ya se ha decidido en una votación que yo lo fuera!

—Deseo hablar con el consejo de los siete sabios sobre los elfos Solares...

El miedo se apoderó ahora de los músculos de Coral. Tenía que frenar aquello. El consejo de los siete no estaba completo y aun no se habían elegido suplentes.

—Temo que el consejo está preparándose para la guerra. No sé si lo han sabido pero El rey dragón Jimba y Crushank están en este mundo.

Esta vez fue Metin quien habló.

—¿Quién te hizo juez y verdugo, Astinus? Ya sabemos de su aparición. Las mismísimas Nornas nos lo han relatado. Urld, Skulld y Verdandi me lo han dicho. Y me han dicho la verdad sobre tu corazón oscuro, Astinus. Solo que por ahora no hablaré. Al igual que Surtur, yo puedo escudriñar los corazones. No nos interesan tus razones. Solo sede ante nosotros y conservarás los privilegios de la biblioteca —Lord Metin sonreía, pero Coral y Surtur no, se acercó y le dijo al oído—: Deja el puesto y ve con Los ojos, nosotros nos encargaremos de Jimba. Por supuesto, Coral, debes hacerlo público. En dos horas volveremos por el trono y espero te hayas ido. Sé qué harás lo correcto. No tengo duda alguna. Eres un buen hombre.

Con esta sentencia, Mondo y Lord Metin, dejaron el salón del orador.

—¿Qué haré?...

—Por ahora, esperar. Voy a reunir a mi pueblo. Nosotros, los hijos de Muspelheim, lucharemos a tu lado, Coral. Hemos sido liberados y eso lo apreciamos. Te daré los pasos a seguir.

Y Surtur impuso sus órdenes



II


.

El falso Astinus se dirigió rápidamente y sin dudarlo a la biblioteca. Esta estaba en el lugar que había sido la vivienda de Ayamis en el pasado. Nada podía estar peor: Tormenta de acero volvió, Surtur volvió y Mondo volvió. ¡Malditos fueran todos!

Saltaba de rama en rama mientras pensaba «Es hora de obtener los grimorios, pero...».

No dejaba de molestarle la posibilidad de la profecía. ¿Surtur y Tormenta de acero de nuevo juntas? La mirada de Surtur al querer trabar amistad con Metin le causaba cierta repulsión. Como si se tragara un bicho asqueroso, repugnante y a la vez viscoso. ¡Algo andaba mal!

Llegó a la biblioteca pero no vio al guardia. Se suponía que la orden de Scrania era la que protegía los libros. Posiblemente su servidor liquidara al guardia. Entró en silencio. No debía hacer ruido.

La biblioteca era enorme. Grandes volúmenes de la historia y magia estaban allí. Sin embargo ninguna de ellas le preocupaba. Solo necesitaba los grimorios de Nimbluzz. Poder en absoluto era lo que aquellos volúmenes contenían.

Pero, primero, debía ubicar al súbdito. Abrió un mapa y fijó su dedo en un punto que titilaba. Estaba estático y fijo en el mapa. Llevaba tiempo así.

Optó por ver que sucedía, pero de pronto escuchó ruidos detrás de él.

—¿Surtur? ¿Metin? ¿Mondo? ¡He hecho justo lo que me pediste! —observó con atención—. ¿Eres tú? Ya veo. ¿Qué...? ¿Qué haces...? ¡No puede ser! ¡Agh!

—Lo siento, me llevaré lo que está aquí y nada podrá detenernos.

El extraño tomó un libro pequeño de tamaño bolsillo y, sin dejarse ver, haciendo solo un «Frush, Frush» con su capa blanca, salió finalmente a la luz del sol y, al salir, se desvaneció como si nunca hubiese existido.



III



Los ojos, Josué, caminaba de una punta a la otra de la cueva.

¡El equipo del nexo aún estaba vivo! ¡Sabía que no podía confiarse de Gerard! ¿Acaso lo había traicionado?

Su séquito, reunido allí, lo observaba. ¿Qué haría ahora?

Para colmo aquel monje oscuro lo miraba como si supiera lo que estaba pensando.

—Ojos, ¿está pasando algo fuera?

Josué no contestó. ¿Cómo se los diría? Aunque estuviera ciego, su nivel de conciencia era alto y estaba usándola toda para comunicarse con el grupo, o quizás con Kisan, que estaba en Kinian.

«Todos muertos».

Le llegó la voz de algún lugar. No la reconocía. Pero... Esa habilidad...

«¿Te sorprende? O debería decir: ¿Te sorprende niño?».

Una imagen mental le sobrevino.

Estaba llorando en medio del desierto. Era un lugar donde la muerte no siente dolor. ¿Qué pasaría ahora?

Tenía sed. El sol calentaba su maltrecho cuerpo y se había desatado una tormenta de arena.

—¡Padre! ¡Madre! Pronto iré allá —dijo él justo antes de caer desvanecido.

Lo último que vio fue algo cargándolo en brazos.

Despertó en una cueva. Había allí un agradable aroma y, sintiendo un hambre voraz, siguió el olor delicioso de la comida.

Un hombre que no dejaba de mirar el fuego con sus ojos celestes lo observó un segundo para luego hacerle una seña.

—¿Es jabalí?

El hombre asintió y le hizo señas para que tomara un bastón en Jabalina donde se cocinaba el animal. Josué no dejaba de mirarlo mientras comía. El extraño le dio agua que bebió hasta saciarse.

—¿Has visto a mi familia?

El extraño, que no dejaba de ver la fogata, asintió y dijo:

—Todos muertos. ¿Te sorprende, niño?

—No, en realidad ya lo sabía... ¿Quién eres?

—Un fantasma del pasado que no se permite morir. No cometas el mismo error que yo.

Sin decir más, el extraño se difuminó. ¿Un fantasma lo había salvado? ¿Qué significaba aquello?

La comunicación entre Josué y el extraño siguió.

«¿Cómo sabes eso de mí? ¿Cómo puedes entrar en mi mente?».

«Veo que si te sorprende. ¿Aún no entiendes verdad? Soy tu fantasma personal. Aquel que renacerá junto a Madre. Y todo gracias a ti. Te lo debo».

Sin más, la comunicación mental se cortó. ¿Qué se proponía aquel sujeto? ¿Podía ser el mismo que lo había salvado en aquella ocasión?

El monje se puso en pie dirigiéndose a la oscuridad de la cueva.

—¿Dónde vas...? ¡Yo no he dado ninguna orden! —El monje solo salió sin decir nada.

Los murmullos se extendían ante el grupo. Josué estaba perdiendo su magia, su don.

—¡Equipo de rastreo! ¡Equipo sensorial!

Ocho personas se pusieron en pie esperando órdenes.

—Busquen al equipo del nexo y destrúyanlo.

Salieron sin decir palabra.

Una vez salieron de la cueva solo quedaron ocho de sus sirvientes más el monje y él. Un total de diez personas.

—¡De pie, caballeros! ¡Es hora de cerrar el telón! ¡Madre no ganará!

Todos apuraron sus pasos y salieron a la luz del sol, disparados hacia su objetivo: Madre.

Sin embargo, el monje al que no le gustaba la luz, salió aún en la protección de la cueva y se deshizo de su disfraz. Había resultado útil.

Ese estúpido de Gerard, ¿Qué se proponía? Tenía que llegar a la torre de Hela sin dudarlo. El sol iluminó su rostro. De tez blanca y ojos penetrantemente azules. De cabellos rubios cortos y ropa humana principesca, él observaba.



IV



Cornelius estaba desesperado. Nimbluzz no era lo que él creía de niño. ¡Era su héroe! ¿Qué lo habría llevado al lado oscuro?

«Soy el monje apostata de Nitsurg».

¿Un monje apostata de Nitsurg? Este era el padre de los Aesires y estaba muerto hace mucho. ¡No! ¡No cabía ninguna duda! Además había agregado la palabra «Nigromante» a su título.

—Nigromante... —lo dijo al aire mientras Lucca le extendía un tazón de una bebida que le había enseñado a hacer Kait.

Lucca decidió no hacer preguntas. Había visto a su padre vivo aún. Pero era todavía peor de lo que pensaba. El sol nocturno se extendía en el horizonte bajando la temperatura de sus cuerpos.

Vanina y Kiara parecían ausentes. ¿Acaso aquello era tristeza?

—¡Vamos! ¡Sonrían! Tenemos la fuerza necesaria para ganar. He pasado algún tiempo con ustedes y me han demostrado que el poder de la magia es único.

—No somos rivales para él —alegó Cornelius tristemente—. Es Nimbluzz. El mago más poderoso de la historia del Yggdrasil.

Lucca no entendía mucho aquella historia. No le cerraba. ¿Cómo había logrado subsistir tanto tiempo? Y se lo hizo saber al elfo.

—Cabe la posibilidad de que no sea el mismo Nimbluzz de las leyendas. Mi padre me contaba cada una de sus historias —decía el elfo tristemente— y se parece mucho a la imagen que me daba. Créeme, niña humana, ese era Nimbluzz, aunque —y observó a sus espaldas— pronto estará aquí el errante.

Lucca tuvo la impresión de que el errante pronto vendría y eso la animó un poco. Trató de socorrer anímicamente al grupo pero estaban cada vez más cabizbajos, incluso depresivos.

Ella, sin embargo era humana, necesitaba dormir para recuperar sus fuerzas. Pero no había lecho en aquel desierto.

—Humana, debes dormir. Es extraño. Aún no aparece el Errante. Han pasado tres días desde entonces.

Un graznido de algún ave los sacó de su ensimismamiento. Había llegado. El errante. Se lo veía de lejos. Cornelius pensó: ¿Cómo le diré lo de la muerte de su hija? Belén, la hija del Errante, había sido secuestrada por un grupo de elfos en el pasado. Cuando aún los pueblos de Kinian, al este, y el pueblo de Liken, al oeste, estaban en guerra.

La leyenda cuenta que Belén fue abandonada frente a las puertas de la orden de Scrania, «protectores» en elfo antiguo, y el Errante derrotó a todos y cada uno de los protectores hasta llegar a su líder: Joan. Una elfa cazadora y muy poderosa. Sin embargo, en una batalla que los anales de la historia élfica no reconocen, fue derrotada y expulsada de la orden por aquel ser vendado y de gran poder. Tuvieron que reconocer que, a pesar de ser lo que era, logró derrotar a aquella elfa y a todo su sequito él solo.

La orden de Scrania y su nuevo, y actual, líder: Losías, Dieron la tenencia de la joven niña al Errante. Nunca se supo exactamente como había llegado una humana al mundo élfico pero estaban seguros de que El Errante la criaría bien.

El Errante caminaba lento. Sus ojos, color miel, y su cuerpo contorneado, lo hacían verse aún más joven.

Cornelius lo observaba fijo.

—Eres tú después de tanto tiempo. ¡Viejo amigo! —se extendieron la mano—. Es un placer que estés saludable aún. ¿Sigues tomando aquel remedio que te he dado?

—Nunca he dejado de hacerlo. Pero necesito que examines algo en mi cuerpo. Es algo que no aparecía hace tiempo.

El errante le dio la espalda y lo condujo a una cueva cercana en privado. En aquel momento se percataron de que el Errante no estaba solo. «Hay más detrás del árbol que una simple hoja” Decía el refrán élfico.

Altea miraba a Vanina y a Kiara con desconfianza. Eran viejas conocidas. Sus padres eran enemigos acérrimos. Nunca se habían llevado bien. Pero ella no era su padre. ¡No! Aquel ser era un embustero.

—Lo siento —dijo Altea—. Nunca pensé que mi padre... Bueno... Es difícil explicarlo...

Vanina y Kiara se rieron y la risa fue contagiosa.

El Errante, dentro de la cueva, sentía las risas de las jóvenes. Eran felices aún con Jimba y madre dando vueltas.

El Errante nunca había mostrado su cara a otro que no fuera Cornelius. Era lo que quedaba de su ser, si es que alguna vez lo fue. Estaba sentado con las piernas cruzadas mientras Cornelius le quitaba las vendas de su rostro.

Su feo rostro estaba lleno de pústulas y laceraciones. Quemaduras. Sin embargo su piel no se había regenerado aún. Cornelius las examinó hasta que se dio cuenta de lo que preocupaba al Errante. En la parte de atrás de la cabeza tenía pelo.

—¿Sabes cuándo fue la última vez que tuve pelo?

Un recuerdo asaltó a Cornelius. Un recuerdo feo.

La casa se quemaba. ¡Él no era el culpable! De pronto se dio cuenta de que algo faltaba.

—¡Mi hermano! ¡Que alguien salve a mi hermano!

Desde dentro de la casa en llamas se escuchó un grito desgarrador. ¿Por qué? ¡Su hermano! Él no podía entrar. ¿Qué haría? Pronto la casa se consumió. Solo quedaban Ascuas pequeñas que los elfos apagaban solícitamente. El pequeño Cornelius entro en la casa y vio justo delante de él a su hermano. Su cuerpo estaba ampollado y horriblemente quemado. Su hermano había muerto. Lloró amargamente. Sin embargo, él renacería, era una ley élfica.

Corrió al nido, donde los elfos Solares renacen.

Su corazón se detuvo.

El elfo que fue su hermano era un manojo de ampollas. Pero estaba vivo. Le daba asco tocarlo o siquiera darle la mano.

Los ojos de aquel elfo señalaban que había renacido pero no de la forma que debía.

Tomó a su hermano mudo y lo vendó.

Lo llevó junto a Ayamis y esta les dio consejo.

El Errante tuvo que vivir en el destierro odiando a su hermano. Odiando a todos.

—Errante, nunca podré olvidar aquel día, y creo que tú tampoco.

—¿Por qué lo dices? ¿Acaso crees que te tengo rencor?

Cornelius observó hacia la puerta.

—¡Eres mi hermano! —exclamó Cornelius con una lágrima—. ¿Crees que no me siento mal al recordar que moriste en aquel incendio y renaciste en tu forma actual?

—Bueno, bueno. Debemos conservar el secreto aún. He luchado mucho para que este día llegue. Tal vez la medicina que he estado probando desde hace algún tiempo está surtiendo efecto. ¿No lo crees así?

Cornelius se enjugó las lágrimas con su túnica.

—Sí, eso es posible. Tu nuevo remedio contiene algunas hormonas élficas que obtuve en el nido. Tal vez te estés regenerando. ¡Sí, es posible!



V



Mondo y Metin se hospedaban en el hogar de uno de los sabios. Un hogar muy confortable sin lugar a dudas. El hogar le pertenecía a Jiyande. Parecía un buen hombre. Educado y servicial.

Jiyande tenía el pelo blanco, un problema del pasado, y era casi tan alto y fornido como Metin.

—Lord Metin, dice usted que este hombre que tengo enfrente es el antiguo orador de los soles, ¿qué pruebas tiene? Ha pasado mucho tiempo de aquello.

—Sí, es verdad, pero permítame mostrarle algo que lo prueba, Mondo.

El aludido se quitó un collar.

—¿Sabes lo que es verdad? —inquirió Metin.

—¡El sello anti-Alessa! Entonces... ¿Es verdad? ¿Han vuelto? ¿Los reyes dragones han vuelto?

Un súbdito entró con un mensaje para Jiyande. Y salió casi tan rápido como llegó.

—Me llegan noticias del norte de Kinian, Jimba se aleja hacia Midgard... y en su lomo va montado Astinus.


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